La noches de París
Leticia Plath
". . . porque amores que matan nunca mueren".
Joaquín Sabina.
Daría mi vida por vos. Por esos besos, por el sólo hecho de tenerte a mi lado y porque sí. Tu perfume, el recuerdo de las noches compartidas, el pañuelo negro y amarillo que me diste alguna vez, aquel con el que jugamos al gallito ciego, reconociéndonos sólo por el tacto.
Fue en París donde supe que podía morir por vos, que todo lo que jamás tuve era tuyo; la esperanza de encontrarte, parafraseando a un antiguo habitante de esta ciudad, de buscarnos sin saberlo, pero sabiendo que estábamos para encontrarnos. En París, donde nada ni nadie podía tocarnos, donde todo era tan azul y tan verde.
La noche en el Sena, nadando desnudos, temiendo que llegara la policía, pero no nos importaba.
Y este impulso impostergable de escritura, este desandar el camino ya vivido en tinta y papel, una necesidad imperiosa de escribirlo por no poder creer, aún, que todo sea real y tangible. Eras un imposible perfecto, pero el destino se apiadó de nosotros y nos dejó, al menos por un rato, jugar al libre albedrío.
Recuerdo París y tu sombra recortada en la pequeña habitación, donde nos vimos por error. Confundí mi pieza con la tuya, entré con el mayor de los desparpajos y allí estabas, leyendo un libro, creo que era Blake. Te diste vuelta y al instante dejé de pensar en todo, me fui del mundo conciente y racional. Sonreíste, una sonrisa amplia, de dientes completos, y preguntaste en perfecto castellano si necesitaba algo. Torpemente respondí que no y me fui corriendo, dando un portazo. Me seguiste, escaleras abajo. Yo lloraba, no sé por qué, o tal vez sí... Sentada en el cordón de la vereda, con las manos cubriendo mis ojos. Sin que me diera cuenta, te sentaste a mi lado y me leíste un poema. Como la música calma a las fieras, yo me calmé con tu voz, cantando esa poesía imperfecta. Levanté la vista y vi tus ojos oscuros, llenos de algo que quise descifrar.
Recorrimos París tomados de la mano, sentándonos en cada banco, en cada esquina. Hablamos de todo lo que uno puede hablar consigo mismo en un monólogo interno, a tal punto nos mimetizamos. La empatía fue instantánea. Y el amor, consecuencia ineludible. ¿Cómo no enamorarme de vos, si eras el dibujo personificado del amor que ideé en tantos sueños? Aún así eras tan terrenal, tan palpable, e increíblemente al alcance de estas manos ansiosas. Las ansias de todo lo que éramos y podíamos ser.
Fue esa la noche en que me diste el pañuelo, la noche en que nos deshicimos del velo de la vergüenza. Ataste el pañuelo de seda negra y amarilla alrededor de mis ojos, y los tuyos los cubrí con otro, de gasa suave y anaranjada. Nos dejamos guiar sólo por las manos, la piel, el tacto. Sonaba una música suave, casi imperceptible. No hablábamos, sólo nos dábamos el placer de las manos sobre las pieles antes cubiertas, ahora desnudas. Nos amamos larga, infinitamente, y luego dormimos sobre un colchón de espuma blanda. Al despertar comimos medialunas y bebimos café negro, pero sin poder quitar la mirada de los ojos del otro. Nada entre la miel y las espinas.
Y la certeza, aquella noche de París, de que estabas en esa habitación por una razón. La misma razón por la cual el destino podría tomar mi vida en este instante y me haría feliz, ya que habría muerto conociendo la felicidad. Porque supe entonces que ser feliz no es más que la hermosura de tu sonrisa.
Leticia Plath, estudiante de periodismo, es bonaerense, contemporánea.
1 Comments:
Lindo relato, che, lindo relato.
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