@DIN - CULTURA: El corazón multiplicado

martes, septiembre 26, 2006

El corazón multiplicado

Imagen: Ana María Silva - anartist@progression.net

Queridos amigos: el cuento que les envío en archivo adjunto, es una contribución en apoyo a los que buscan al testigo Julio López. Porque nunca se desarmó íntegramente el aparato represivo de la Dictadura del 76 y ahora, muy probablemente , se haya cobrado una nueva víctima, es que creo que debemos seguir luchando, movilizándonos, hasta obtener su completo desmantelamiento ¡30.000 desaparecidos: Presentes, ahora y siempre!


Eugenia Cabral


VUELVE A ESCUCHARLO. La secuencia rítmica es ésta: un golpe seguido de otro golpe igual. Uno = uno y dos = dos. La duración de cada toque es la misma salvo que el segundo suena un tanto más apagado, sordo, que el primero, como si al final hubiera una alfombrita de goma para amortiguar el topazo.
El profesor baja la manga de su pulóver –que había recogido para controlar la cantidad de pulsaciones por minuto- porque avista la llegada del colectivo. La duplicidad de los latidos de su corazón (aunque, en realidad, debería decir “cuadruplicidad”) consiste en que cada diástole y cada sístole suenan por duplicado. No es un eco, un efecto especular del sonido. Es cada sonido por partida doble. Doble sístole, doble diástole. Como si hubiera un corazón gemelo al suyo.
La pereza de la memoria del profesor de literatura se niega a recuperar el instante (ahora nebuloso) en que el prodigio cardíaco comenzó a suceder. Sea por contagio epidémico del alumnado o por lo que fuere, su memoria no es de aquellas dignamente laboriosas, de las que antes del alba parten con sus redes a pescar recuerdos en las aguas del ayer. Es, más bien, una memoria de empleado público que trabaja a reglamento.
El afectado ha decidido consultar a un cardiólogo y le han asignado el turno para esta tarde. Trata de entender la situación. ¿Será posible que una tropilla de alumnos secundarios le hayan provocado una patología a su corazón? Bueno, nada es imposible. Y el salario docente: ¿será capaz de producir un desquicio semejante? Y... probablemente. La familia, ¿también podrá ser causa de anomalías tan serias? No es impensable.
Parado sobre el pasillo del colectivo, el educador baja la tapa de su olla mental pues comienzan a preocuparle detalles más urgentes, como éstos: si el grandote que está a punto de aplastarle el pie con sus botas de estilo militar llegará o no a cumplir la temible amenaza; si la joven con un bebé en sus brazos, un bolso a su espalda y un carrito plegado al hombro logrará conmover a la cuarentona que simula dormir para no ceder el asiento a la madre primeriza y otras cuestiones no menos prosaicas. Entonces, la olla cerebral vuelve a destaparse por la presión del vapor interno y piensa que sería práctico comprar unos auriculares o, directamente, un estetoscopio, adherirlo con algún pegamento no tóxico debajo de la tetilla izquierda y así escuchar los latidos con mayor nitidez para intentar identificar alguna particularidad del sonido, algo que lo oriente acerca del origen de su enfermedad, de la etiogenia de su mal. Porque debe tratarse de una enfermedad. Y rara. Y fatal. A nadie le ha confiado su repentina disfunción para no alarmar y, al mismo tiempo, para que el temor de los otros no incremente el suyo propio. Mientras ninguno de los de su círculo íntimo lo sepa estará eximido de presiones para investigar acerca de su enfermedad y hasta, quizás, curarla, sin que nadie se adelante con premoniciones o angustias. Siempre que la tal cura exista, y si no...
Desciende del ómnibus temblando con esos pensamientos que precisamente le incentivan el ritmo cardíaco por duplicado, los golpecitos gemelos que cuadruplican sus latidos. Paciencia. Ya está llegando al consultorio médico.
Después de llenar la ficha clínica, el doctor escucha su consulta. Al oír la descripción del síntoma, detiene las anotaciones que estaba haciendo en la foja. Su lapicera queda inmóvil, detenida a dos centímetros de la carpeta, y una sonrisa burlona aparece, más que en los labios, en la mirada del cardiólogo. ¡Esa bendita ironía de los médicos, que gozan del privilegio de poder salvar la vida o condenarla, si se les antojare!
-¿Cuándo comenzó a sentir este síntoma?
El profesor titubea con la fecha. Ese brillo irónico en las pupilas del facultativo comienza a vitrificarse a medida que va auscultando el corazón docente: el doble retumbo sube a sus oídos por el canal de los auriculares. De inmediato, realiza un electrocardiograma que va imprimiendo el asombroso grafismo de la doble pulsación. La ecografía deberá hacerse el mismo día así que el docente avisa por teléfono a su familia que no lo esperen a cenar, porque se ha llamado a una reunión gremial imprevista porque resulta que el aumento salarial pactado al final no es tanto como se dijo y siempre lo mismo, habrá que fijar un plan de lucha, espero que mi mujer lo crea, faltaba nomás crear un entredicho.
En la pantalla del ecógrafo el corazón se ve normal, con la forma y el movimiento de cualquier corazón humano. Pero cómo, entonces, los exámenes muestran claro, inconfundible, ese doble latir, si no hay cambios en la actividad cardíaca o, si la hay, ella no es perceptible. El doctor convoca a dos colegas suyos por teléfono para realizar una junta médica el día siguiente, a las diez de la mañana. Sin demora.
El docente secundario vuelve a vestir el saco y la corbata, pero no le ajusta el nudo. Recoge las pruebas que había llevado para corregir en su casa: Romanticismo, siglo XIX. Siente un desánimo por anticipado. Para qué seguir trabajando. Mañana sabrá si el mal es incurable o no. Después de eso el trabajo recobrará sentido o lo disipará, definitivamente. Arriba ese ánimo, ¿por qué abortar la esperanza? ¿Y si sólo se tratara de una de esas monstruosidades inocuas, como tener seis dedos o una sola fosa nasal?
A las once de la noche, su esposa es la única que está despierta todavía en el hogar. Mejor dicho: con los ojos abiertos, aunque su cuerpo y sus energías ya estén clausuradas a la circulación. Entre dientes le da unas buenas noches y le indica que en la heladera hay comida para recalentar en el horno de microondas. El educador ya no siente apetito. Se prepara un té y come una rebanada de pan con queso. Suficiente. Y no consigue dormir. No duerme porque el doble latir de su corazón no se lo permite. A su lado, los pliegues de la colcha dibujan el cuerpo de su esposa bastante parecido al de ella misma cuando era adolescente. Al apagar el velador, la luna de otoño entra envuelta en tramas de plata brillante por los pies de la cama; poco a poco, va trepando por sus piernas y refregándole ese raso plateado en las pantorrillas, luna diva del cine, luna geisha, y se atreve a rozarle las ingles, luna meretriz de esquina, luna emperatriz lujuriosa, lo excita con la seda de plata que, a la altura de su tórax, es el manto de una diosa mirándolo desde arriba hasta echarse impulsivamente sobre la boca del profesor, besarle las mejillas, los párpados, lamerle las orejas y hacer que el pulso se vuelva intolerable hasta que, tras el paroxismo, entre en el sueño para descansar. Y en el sueño, voces lejanas recordándole a aquel que fue y dejó de ser, la mitad del corazón que ha perdido.
A las siete, el reloj educativo suena como es habitual. El docente se despierta sabiendo que no es un día más, un día habitual, es el día en que le han de corroborar si el fin de sus días está próximo o aún se mantiene a distancia cronológica normal. Sin embargo, toma su desayuno cotidiano, se afeita como lo hace ordinariamente, saluda a su familia y parte, como si fuera una jornada usual, hacia el colegio, si bien en realidad sólo va a presentarse en la vice dirección para justificar la inasistencia por razones de salud y luego irá a someterse a los exámenes médicos. Elude ineficazmente (vale decir, casi desnuda su torpeza) las inquisiciones de una secretaria que divide su rostro en dos para mirarlo: mitad autoritarismo rígido y mitad suspicacia retorcida. Una mejilla para cada actitud. En realidad ese profesor está muy bien conceptuado, la secretaria no tiene margen para la desconfianza, pero ¿cómo desaprovechar una oportunidad para despuntar la malicia entre tanta monotonía de expedientes?
El docente traspone el portal de la institución escolar después de recorrer una galería silenciosa donde, a través de las ventanas, pudo ver la gesticulación de los labios de sus colegas dictando clases a las manadas estudiantiles que bostezan, dormitan, miran para otro lado o, directamente, juegan al truco, hojean revistas, graban nombres en los pupitres. Es un paisaje eglógico, una dulce y muda imagen campestre observada a través de cada ventana, donde un pastor semi despierto les habla a unas ovejas semi dormidas. En la calle, su corazón potenciado se explaya haciendo sonar a gusto los dos tambores. Cada percusión parece rebotar contra las puertas de los departamentos, la estatua de la plazoleta, la vidriera del bar.
La literatura que enseña el profesor en su clase no alcanza a la décima parte de la que ha leído. Y la literatura provee respuestas. En este caso la adecuada es El Corazón Delator, de Edgar Alan Poe. Alguien está inhumado en su pecho, junto a su corazón, y late armoniosamente con el suyo. Es la única posibilidad aunque suene absurda. O siniestra. Alguien a quien mataron y cuya muerte quisieron ocultar pero no lograron aniquilar la música de sus diástoles y de sus sístoles. Alguien está enterrado en su sangre. Alguien buscó su cuerpo para abrigar lo único que le quedaba vivo: el pulso cardíaco.
Los especialistas ya lo aguardaban en la clínica cuando llegó. El saludo que le hicieron podría calificarse de reverencial. ¿Serían los Reyes Magos? Al educador le brotó ese humor de los desahuciados. Los dos facultativos convocados reiteraron sucesivamente la auscultación, lo hicieron toser, agacharse, revisaron la tirilla de papel impresa por el electrocardiógrafo. Entre los tres especialistas abordaron una exhaustiva anamnesia en la que le escudriñaron desde las causas de las muertes familiares a partir de los abuelos en adelante, hasta sus hábitos alimenticios y sexuales. Lo sometieron a un escueto test psicológico, le hicieron recordar lo que pudiera de su parto, lactancia, enfermedades infantiles y disgustos recientes.
El profesor observaba de reojo la impecabilidad de las camisas doctorales. En determinado momento, el cardiólogo local tuvo que apartarse a un rincón de la sala para atender una llamada en su teléfono móvil. De regreso al lado de la camilla, expresaba aturdimiento, exasperación. Enronquecido, les comentó que acababan de informarle sobre un caso idéntico al del paciente que estaban examinando. El nuevo era un hombre del Noroeste y venía llegando en avión para consultarlo, recomendado por un hospital zonal. Los Tres Reyes Magos cayeron en una ansiedad patética. El turno para realizarle estudios con aparatos de última generación (pero ya canonizados) se fijó para las dieciocho horas, en punto.
El docente aprovechó para almorzar –aunque fuera comida liviana- en un restaurant próximo donde solía concurrir antes de casarse y husmeó por las librerías de una calle tradicional. Mientras tanto, los especialistas revisaban al paciente norteño con el previsible resultado: síntoma idéntico al del profesor. Cuando éste arribó al instituto donde lo habían citado, los médicos le comunicaron la escalofriante noticia de que un tercer paciente, ahora femenino, presentaba el mismo cuadro. La mujer era de la capital. Le rogaron discreción para no encender alarmas improcedentes hasta cerciorarse de la peligrosidad y extensión social de la patología. Podía tratarse de efectos de la contaminación ambiental o del consumo de algún alimento envasado.
El educador volvió a pensar en corazones delatores. Por cumplir con lo previsto, se sometió con docilidad pueril a las prácticas médicas prescritas, cansado de ser ahora él, el profesor, el examinado de turno. Lo único que los doctores volvieron a constatar fue la veracidad del síntoma inexplicable. Eso sí: pusieron meticuloso cuidado en la descripción del caso, previendo la posterior comparación con los nuevos que se presentasen.
La próxima entrevista se convino para la semana entrante, con fecha 24 de Marzo. Hasta entonces, miles de pacientes solicitaron turnos para cardiología en consultorios privados, clínicas y hospitales aduciendo el mismo síntoma, en casi todas las ciudades del país.