@DIN - CULTURA: julio 2006

lunes, julio 17, 2006

Alabanza de la Jose y de la Tere o el hallazgo del amor


Horacio Sacco


Medía un metro cincuenta y seis, pesaba casi cuarenta kilos, tenía trece años y siete meses, la piel aceitunada y unos enormes ojos color canela. Era la mayor de cinco hermanos: dos de cuatro y cinco, una de ocho y otro de diez. Papá no tenía. La mamá trabajaba todo el día. Vivían en un barrio donde las calles carecen de veredas y tienen una estrecha y desprolija mano única. Hacía más de tres años que no iba más a la escuela, había repetido quinto grado por segunda vez y no quiso volver, ni nadie le insistió. Los hermanos más grandes iban a jornada completa, así que la misión fundamental en la vida de la Jose era la limpieza de la casa, llevar y traer a los más chiquitos de la escuela –preescolar y salita-, darles de comer y cuidarlos mientras mamá se iba a trabajar, que era casi siempre. También, con cinco chicos, y sola.
Casi todos los días la Jose les preparaba el mate cocido, los llevaba y los traía, jugaba bastante tiempo con ellos, hacía las cosas de la casa, les dibujaba monstruos cabezones con lápices de cera y les enseñaba a pintar, siempre entre grandes risotadas, bigotes, cuernos y colmillos a las fotos de los señores de los diarios y las revistas. Después hacía las camas, preparaba alguna cosa fácil o recalentaba la comida que quedó de anoche, lavaba la ropa y bañaba a los chicos. Y entonces sí, los enchufaba con los dibujos de la tele y se cruzaba a lo de la Tere, la amiga de enfrente.
En realidad, antes que pasara aquello, la Tere no era su gran, gran amiga; era un poco mayor, le llevaba más de media cabeza y ya estaba bastante bien desarrollada, usaba minifaldas y remeras cortitas que dejaban grandes porciones de su piel traslúcida y cautivante liberada al disfrute visual de los muchachos y de los no tan muchachos. Salía con el Juanjo y desde hacía dos años la dejaban pintarse y usar taquitos. Tampoco tenía papá, pero sí hermanos más grandes. Lo que hacía fascinante a la Tere para la Jose, avergonzada a veces de sus zapatillas gastadas y ese bigotito de pelusita suave que no se podía erradicar, era esa cancha incuestionable, esa forma de reír, de hablar con la gente, de mover el cuerpo. Y la buscaba para mirarla como se extendía el maquillaje, para aprender a elegir el color de uñas que más vaya con la personalidad de una, para instruirse sobre los secretos femeninos vedados a los hombres, para saber como hay que depilarse las axilas y enterarse cuáles son los ejercicios y las flexiones que levantan la cola.
Para la Tere la Jose era solo la chica de enfrente, la pendeja que hasta no hace mucho se comía los mocos y tenía cascarones en las rodillas, pero le gustaba ese lugar en que la había colocado y la trataba con cierta simpatía. Atendía a todas sus preguntas, dejaba que le use sus sombras, el lápiz de labios y el maquillaje, le prestaba sus cremas humectantes y las revistas nuevas. Un día, creyendo que ya la Jose estaba lista, entre risitas y cuchicheos la llevó a la pieza, sacó de atrás de todo del ropero un paquete bien envuelto, y le mostró unas revistas que, ¡bueno, bueno!, era algo que la Jose ya sabía que se hacía, pero que jamás había imaginado en forma tan brutal, escandalosa y asquerosa. Sobre todo asquerosa. “¿Y vos hacés estas cosas con el Juanjo?”, le preguntó azorada y con el corazón al galope. “Y mucho más”, le respondió la Tere, en tono risueño y la postura desenfadada de quien está de vuelta, peinándose frente al espejo, meneándose al compás de “Los Auténticos Decadentes”.
A partir de ese día su dedicación, su interés y su expectativa por la Tere fueron creciendo hasta convertirse en obsesión. Quería conocer cada pormenor, cada particularidad, cada detalle de su vida pasada y presente. Quería enterarse no sólo cómo sino por qué, cuántas veces, con quien y en dónde había hecho esas chanchadas. Quería desmenuzar cada minucia de los cuerpos que se buscan y se ligan por un ignoto propósito, por un misterio todavía velado, opaco, nebuloso. Quería desmembrar y desarticular -para entenderlo-cada abrazo y cada beso de la Tere, tan grandota y altiva acá, y allá conjeturada tan vencida, embelesada y doblegada por un poder que no podía reducirse al órgano asqueroso de los hombres, a ese pito de mierda. No la carcomían la envidia ni el desprecio, ni tampoco el asco: la carcomían los celos. Y la abrumaba con tantas preguntas y cuestionamientos, que si no fuera porque la Tere se sentía ufana y halagada ante tamaño esmero preguntón -después de todo era apenas un poquito mayor y bastante ingenuota- el interrogatorio podía tornarse exasperante.
Se había llevado prestadas esas revistas chanchas a su casa, y ahora la jodían los hermanitos pidiendo cualquier cosa, peleándose por un chicle desaparecido de golpe, o llorando porque sí. Porque son chicos y no entienden de la vida. No saben lo que siento. Lo que me pasa recorriendo con los ojos y con el dedo esos cuerpos palpitantes de hembras jugosas. Esas miradas de mujer, solícitas de arrumacos y mimos. Esas pancitas lisas y tibias, esos ombliguitos adorables que –ya francamente inmersa en fogosa ensoñación-ahora lamía blandamente, peregrinando al sur, más abajo, más, más, hasta alcanzar el canto del papel ajado, y dejando descolgada una baba viscosa de irrefrenable ardor de borrega caliente. Y más abajo de la hoja: nada. Nada más que la remembranza del cuerpo felino de la Tere y sus kilométricos y rosadotes muslos, provocando a todo el mundo. Y ahora ese caldero ardiente en que se transmutaba el centro de sus entrañas. Y que no halló consuelo hasta que, apremiada por la urgencia de un sopor de fuegos recónditos y viejos, se precipitó en el baño y se desahogó en una paja tan furiosa y pletórica de ayes y de lágrimas, que por un instante el mundo y todo lo que alberga quedó en suspenso, colgado de un hilito.
Fue durante ese destello, efímero y glorioso, donde le fue revelado su destino. Donde encontró respuesta a casi todas sus preguntas. Donde decidió jugarse, y para siempre. El resto de la historia podría saltearse o describirse sin esmero, poco importa, pero ustedes no lo entenderían.
No dudó en arrearla poco a poco al terreno de su anhelo, no escatimó regalitos bobos, ni alusiones elípticas y ambiguas, ni corpiños olvidados azarosamente, ni “¿Me dejás usar la ducha porque en casa no sale agua?” Ni excusas pueriles como “Alcanzame el champú”, y entornando desvergonzadamente la puerta, ofrecerle al trasluz su chata y empapada desnudez de renacuajito escuálido. No ahorró esfuerzos ni paciencia, pero también es cierto que no se demoró demasiado en seducirla y engatusarla con espontáneas mañas de mujercita astuta. Quiso transformarla en su mujer. Y lo logró. Logró que la Tere acabara prefiriendo sus convexas suavidades de breva primeriza a la pétrea rutina del amor varonil. Logró que saboreara con lengua itinerante, y con mayor fruición y aplicación, sus vallecitos dulzones, sus tetitas cachorras, su núbil y virginal fruta madura, su almíbar nacarado, antes que esa aberración diabólica y turgente que poseían los pavotes muchachos. Logró, en fin, hacerse un lugarcito en el deslumbrado corazón de la Tere, que la esperaba con ansias y prisa adolescente para rendirse presta a sus lozanas caricias, para someterse dócil al huracán revoltoso de sus besos, y capitular –hechizada y jubilosa-ante esa quemante mirada de deseo que la derretía y desarmaba, y que ya no iría a esquivar hasta la muerte. Y hasta se dejó embobar por las palabras compradoras, pícaras y tiernas que la Jose le susurraba al oído, mientras con delicadezas y zalamerías le hurgaba la lívida floración de la pubescencia con dedos de uñas comidas. Palabras que la pequeña Jose no sabía que sabía, y que la Tere jamás había escuchado, ni iba a escuchar nunca.
Cualquier ocasión era buena para arrastrarla al lecho, si entre mate y mate se daba la ocasión de aprisionar entre sus manitas fuertes los róseos y carmines mofletes de querubín de la Tere. Hundir la lengua íntegra en su boca en un insolente beso ensalivado, imposible de rehuir. Desabrocharle torpemente el vaquero y deslizar la mano temblorosa tras la bombacha rosa de puntillas -que había comprado para ella juntando moneda tras moneda-. Juguetear con los pelitos duros y rizados de su pubis candoroso. Capturar las tersas redondeces de esas nalgas suculentas en el cuenco de sus palmas puberales. Sorprender la bienaventuranza de sus tetas en el tibio hueco de su boca acolchada. Persuadirla osadamente a arrodillarse ante el desamparo de su cuerpo de ramita de naranjo y obsequiarle a su trémula avidez el aguamiel de sus dones incipientes. Bañarla como a los hermanitos, secarla, peinarla y perfumarla con agua de espliego. Transportarla, al fin, hacia un frenético y liberador orgasmo con la impericia y la desfachatez de los descubridores.
Pero tales desmedidas habían de pagarse. Y los más chicos pagaron. Solitos se las arreglaron para rascar las salchichas quemadas y pegadas al fondo de la olla. Para esconder el pantaloncito cagado porque sino la Jose se enoja. Para pelearse sin gritar por los programas de la tele. La Jose en cambio no tenía más pensamientos que para su amada. Tampoco le sobraba tiempo para pensar en otra cosa, porque el día y la noche entera se los embolsaba ella y sus recuerdos, con sus gemiditos solicitantes, su vocecita suplicante, su olorcito a lavanda, sus lágrimas de hembrita satisfecha cuando la Jose estrenaba inéditas y desgarradoras herramientas de un dolor insobornable, de un placer insoportable. Y no podía defraudarla. Horita que los chicos dormían, o no jodían demasiado, horita que la Jose se cruzaba como un rayo. Pero a veces había gente en la otra casa, y entonces el amor se convertía en otra complicación. Pero no siempre eran carnales los encuentros: a veces, recostadas en la cama, la Jose la apretaba contra la blandura de sus costillas, acariciaba su pelo revuelto y la besaba dulcemente en las sienes. Entonces la Tere, sumisamente, encogía sus larguísimas piernas, apoyaba la cabeza en su pecho y se hacía un bollito de paloma aliquebrada en su regazo. Chiquita para ella. Y en un letargo de amorosa paz dormitaban un rato. Todo estaba bien, así. Todo estaba bien en esa tierra de leche y miel donde arribaron conducidas por el puro deseo, por el más puro de los deseos. Sin embargo, en esos momentos nunca se animaron a decirse cuánto se necesitaban. Y que se amaban con toda las fuerzas del alma.
La víspera de aquello le compró en el quiosco una colita para el pelo que tenía cosida una mariposa de plástico con las alas pintadas de azul, con el vuelto de los fideos.
Aquel día –28 de octubre-lo tenía todo pensado: Mamá vuelve a las siete y media, a las once se va la hermana de la Tere, así que a las once menos cinco pongo la comida en el fuego, a las once y cinco me cruzo, a las doce vuelvo y les doy de comer, me baño y vuelvo a cruzarme hasta que llegue la vieja. Era el plan perfecto. La Tere estaba mimosa, radiante y depilada. Dejó que la desnudara entre monerías y mohines, que la rociara con agua de espliego, que la peinara y le pusiera la colita de la mariposa. Dejó conducirse grácilmente de la mano hacia el lecho, fingiendo un poquitín de vergüenza. Solita se puso en cuatro patas y se ofreció, abierta y gustosa, al retozo impetuoso de su dueña y todo su arsenal de sufrimiento y de goce. Con la subyugación natural del animal domesticado que reconoce el poderío del amo. Del amo que se ama. “Ama”, como le decía a ella: “¡Soy tuya mi ama!”, cuando fuera de sí la pequeña Jose le mordía las tetas y los muslos hasta sangrarla; cuando con furioso placer la cruzaba a cintazos, dejando sus blanquísimas nalgas erosionadas y ardidas; cuando la penetraba por doquier con estilizados penes primorosamente esculpidos en zanahorias inmensas. Todo en una danza de pasos, giros y compases regulados y perfectos donde cada uno sabe de antemano lo que corresponde y lo que tiene que hacer.
Adormitada de placer, arrebolada, los ojos vueltos hacia dentro y los pezones de sus teticas duros como el mármol, la Jose no escuchó la explosión de la garrafa de su casa. Creyó que ese ligero temblor de la Tere, atenazada entre sus flacuchas piernas y empapada en sudores tibios, se debía a la conquista de alguna extasiada cima, como decían las revistas. Pero no.
Raudamente entró, rajando las angostas paredes de madera, un repentino resplandor de fuego purificante, como después diría -a los gritos y con porte de extraviado- el ridículo pastor evangelista. Justo cuando la turbulenta lengua de la Tere hendía deliciosamente los pliegues abisales de su ama, esa mocosa prodigiosa que la había hecho mujer de verdad, ésa otra mujer ante cuya lumbre toda otra piel, todo otro se deseo se hacía baladí. Justo cuando las alitas azules de la mariposa de plástico ensayaban volar. Justito cuando La Jose le declaraba con voz entrecortada “Te quiero, mi amor, y te querré y cuidaré para siempre con todas las fuerzas de mi alma,”. No solamente porque sentía que, maravilladas y al unísono, se vaciaban en un orgasmo arrollador que se enseñoreaba en todos y cada uno de sus poros, electrizando cada fibra, cada líquido, cada órgano, cada flujo, cada continente y cada contenido. Si no porque ahora entendía –entendían las dos-que para resguardar y conservar la magia de ese abracadabrante amor iban a tener que construir fuertes y altísimas murallas. Para que ninguna arbitrariedad de un mundo malicioso y hostil, envidioso y ablativo, lograra desalentarlas. Y ya se sabe que las murallas más sólidas son las del amor. Que al amor se lo protege con más amor.
Las brutales llamaradas que envolvían las casillas lindantes las arrollaron por los cuatro flancos sin misericordia. Fundidas en un bloque de gozoso espasmo no pudieron discernir el momento preciso en que el fuego se alzó con sus verdores. Se consumieron instantáneamente en un despojo retorcido, pero no macabro, que no exhaló el picante y nauseabundo olor de los cuerpos calcinados, sino una purísima fragancia de lavanda quemada. Las hallaron amuchadas en una amalgama carbonizada, que ni en la morgue pudieron colegir dónde terminaba una y dónde comenzaba la otra, ni menos se animaron a desunir. Así como las encontraron las enterraron juntas en una fosa común. Quizás nunca se lo habían figurado, pero seguramente era lo que hubieran preferido. Los hermanitos de la Jose y otros dos vecinos, adultos, llevaron parecida suerte. Algunos más sufrieron quemaduras de distinto grado. La mamá de la Jose –perdió tres hijos en el mismo día-se desplomó en una profunda depresión, de la que nunca emergió. La familia de la Tere se trasladó a Santa Fe, de donde eran oriundos, y jamás se supo de ellos.
En el solar de la desgracia se levantó una verdulería. Alguien -no se sabe quién-deja en la esquina cada mes una botella de plástico descartable llena de agua con dos inmaculados lirios. Los más supersticiosos dicen que las gotitas de rocío, que perennemente se descuelgan de sus pétalos, son las lágrimas de las difuntas. A veces llegan desde lejos chicas solas y parejitas de chicas enamoradas, preguntan dónde fue el incendio y sin remilgos se detienen a hacer una promesa o a pedir una gracia. Dejan papelitos con nombres y corazones dibujados, exvotos, mechones de pelo, fotos de otras chicas y poemas pinchados con chinches en las paredes; otras prenden velas o sahumerios de lavanda. Las fuerzas vivas del barrio creen que el paso del tiempo y el fervor popular terminarán canonizando por su cuenta a las chiquilinas, convirtiéndolas en objeto de una hereje liturgia, en santas y mártires de las degeneradas. Algunos vecinos, malvados, destruyen rápidamente lo que les dejan o directamente, cuando les preguntan dónde vivían la Jose y la Tere, las mandan para otro lado, o les sugieren que vayan al cementerio. No se dan cuenta que lo que desean las visitantes no es recordar la muerte y el dolor sino exaltar la vida, el goce y el amor. Pero ellos temen que la esquina de la verdulería se transforme en un espontáneo santuario profano, y en lugar de levante y reunión de tortilleras.
Cada día 28, misteriosamente, sigue apareciendo la botella de agua con dos espléndidos lirios blancos salpicados de rocío. Una mariposa, con las alas azules, a veces revolotea por ahí.


De Libro de Alabanzas, Ayesha Libros, Buenos Aires, Argentina.