@DIN - CULTURA: julio 2007

jueves, julio 19, 2007

Alabanza de Ignacio o la rabia de morir




Horacio Sacco

“Hay que tener huevos”, pensó, y se miró de arriba a abajo el uniforme. Le quedaba bastante bien, si no fuera por el detalle de la marca de la percha en el pantalón, de estar tanto tiempo colgado en el placard. No hubiera pasado una minuciosa revista en cualquier unidad militar. Por lo demás era un militar con todas sus letras: pelo bien cortito, mirada dura, barba bien afeitada, movimientos rápidos y seguros. Golpeó con fuerza los tacos, pegó los brazos al cuerpo y se congeló en la posición de firme.
El espejo le devolvía la imagen de su espalda: una inmensa bandera con el sol incaico radiante ocupando todo el ancho de la habitación, arriba del sol un pequeño crucifijo de madera clara, al costado de la puerta el cartel con la insignia de una brigada de paracaidistas de la marina de los Estados Unidos, más allá un estante revestido en formica imitación roble oscuro con unos pocos libros de Menéndez Pelayo, Barrés, Maurras y Jordán Bruno Genta, sobre la mesita de luz una antigua edición del Nuevo Testamento, el osito de peluche de Graciela y el portarretratos de plata con la foto de papá y mamá en el día de su compromiso: mamá con un ajustado vestido rosa viejo hasta las rodillas y el cabello suelto volcado hacia un costado, como se usaba en los sesenta; papá metido dentro del flamante uniforme de subteniente del Ejército Argentino, con la misma mirada azul y dura que había heredado de su abuelo vasco francés y una sonrisa limpia y clara bajo sus inmensos y espesos bigotes. Esa sonrisa que Ignacio nunca había logrado repetir espontáneamente en sus propios labios a pesar de los muchos intentos, a pesar de la dulzura de Graciela y de los chistes pesados del gordo Padovani. A su izquierda la ventana entreabierta dejaba entrar un poco de aire de aquel once de mayo, día de San Mamerto.
“Mamerto como yo”, se había dicho a la mañana, cuando leyó la completísima agenda encuadernada en cuero de Rusia que le había traído la tía Agustina de Roma. Esas cosas que él pensaba y cuando las comentaba todos le decían que tenía que conversarlas con alguien. “A mi me sobra con mi confesor, los psicoanalistas son todos unos zurdos ateos”, contestaba invariablemente; más que un consejo Ignacio sentía esas sugerencias como provocaciones. Zurdos y putas, judíos, liberales, homosexuales, rockeros, travestis y últimamente inmigrantes bolivianos y coreanos -bolitas y ponjas como él decía-integraban el índice de sus seres prohibidos, índice que el paso del tiempo engordaba con gula de fanatismo forzado. Forzado porque una vez había llorado recordando la cara ensangrentada del pibito aquel clamando piedad mientras los cuatro lo pateaban en el piso. Tenían doce años y el pibito no más de diez, pero se había animado a decirle pelotudo justo al gordo Padovani, cuando lo empujó sin querer a la salida del club. Pero no lo hicieron por eso sino por ser judío. Ignacio agradeció toda la vida que el tío del flaco Tiscornia, uno de los cuatro, fuera un conocido juez de instrucción, que el papá del chico agredido aceptara las disculpas colectivas del grupo de padres y una mediana suma de dinero en un sobrecito discretamente dejado, y que no se hiciera ninguna denuncia policial. “Después de todo son cosas de chicos”, lo había consolado su confesor. Pero para Ignacio no eran cosas de chicos, todo era tremendamente importante y trascendente, como a los ocho años cuando Luciano Bianchetti le buchoneó a la maestra que había sido él quien había vaciado el pote de tempera verde en la mochila de otro compañero. Jamás se lo perdonó, a pesar del perdón que le solicitó Luciano entre llantos y de rodillas, a pesar de la íntima amistad de su madre con la mamá de Luciano, a pesar de ser ambos hijos de militares, a pesar de que vivían en el mismo edificio y a pesar de que varias veces las familias veranearon juntas. “La traición se entiende pero no se perdona”, respondía reiteradamente a las súplicas de su madre y al “Dejate de joder” de su hermano mayor, ya entonces tenía dieciséis años y se veían con Luciano en todos los cumpleaños y fiestas de quince de las amigas y relaciones en común. Tampoco olvidó nunca que lo habían echado del grupo juvenil de la parroquia por haberse presentado a una reunión con aliento a cerveza, ni que su hermano preparaba machetes para los parciales de química. Ignacio no entendía de esas cosas: “Siempre hay que dar la cara y bancarse las consecuencias”, repetía. Pero no eran palabras suyas integraban la tabla de valores de su lógica simple, de su monolítica moral y de su ética sin dobleces las había recogido de aquí y de allá, de los clásicos latinos, de los padres de la Iglesia, de la vida de los santos y de algunos pensadores no modernos, porque la sola palabra modernidad le producía escalofríos. Pero sobre todo las había recogido de su padre. De lo poco que habían hablado solos y de lo mucho que lo había escuchado hablando con los otros: “Mejor morirse que vivir de rodillas”; “Cuando todo está perdido queda el honor”; “Las órdenes no se discuten, se obedecen”. Y encabezando la lista la famosa admonición de San Pablo: “A los tibios los vomitaré de mi boca”.

El nunca había sido un tibio, como tampoco su padre, que ni siquiera se desesperó cuando le comunicaron que su madre estaba agonizando y al mismo tiempo lo llamaron a presentarse urgente en el Comando. Primero asistió a una reunión de dos horas y media de mediana importancia, y recién después tomó el avión para Rosario. Llevaba el Ejército pegado a los huesos y el deber reinaba entre su virtudes por sobre todas las demás cosas. Era meticuloso y sufrido, Ignacio no podía recordarlo pero había viajado en el vientre de su madre desde la Patagonia a Formosa, donde nació mientras su padre cumplía funciones todavía subalternas en la más austeras de las condiciones, viviendo en una casita del barrio militar lindante con lo precario, sufriendo un clima insoportable que acentuó el asma de su mujer y con un sueldo de lástima. Después lo trasladaron a Entre Ríos y luego a Buenos Aires, ya para entonces capitán con una brillante foja de servicios. Ignacio todavía se acordaba de los campos ondulados y el cielo transparente de Entre Ríos, de la petisita con aparatos en los dientes, flequillo y trencitas doradas, de las lecturas del padre Castellani y la biografía de Santo Domingo Savio por la que casi decide hacerse seminarista apenas terminara la escuela primaria, de sus intrincadas divagaciones durante aquellas soporíferas e interminables siestas, de los largos meses de ausencia de su padre en Panamá y las innumerables tarjetas de salutación en inglés que les enviaba por correo expreso y que su madre atesoraba. Todavía sentía ese agrio olor a loción americana que emanaba su cara, el uniforme y todo su equipaje cuando lo fueron a recibir al aeropuerto. Recordaba el largo e indigno beso que se dieron con su madre, y se recordaba a sí mismo y a su hermano deslumbrados por el primer jueguito electrónico con muñequitos que se movían como locos. Recordaba las largas y entusiastas descripciones de su padre de los militares norteamericanos, colorados, grandotes y brutos como bestias, de los encuentros de camaradería internacional y fervorosa militancia anticomunista, del afeminado portorriqueño que coordinaba las clases de inglés y de los chistes y cargadas que inventaban los argentinos para bolitas, paraguas y latinoamericanos en general. Pero cuando regresó era distinto. Aparecía y desaparecía a cualquier hora, se trasladaba en auto oficial con un soldado de chofer y aún vestido de civil los fines de semana, mientras comían un asado en la quinta de los Bemúdez o jugaba un truco con señas en el campito de Cañuelas jamás dejaba de estar armado. Recordó las lágrimas de dolor de su madre y de su hermano mayor en el solemne acto de homenaje que le brindó el ejército y la seria descompostura de su abuelo aquel día. Ignacio no lloró. Sintió aquello como un paso más de su padre en el camino del deber que se había trazado, como una consecuencia esperada y casi necesaria. Hasta se molestó cuando el viejo general, frente al público y fuera de todo ceremonial, le dio la mano a su lloroso hermano mayor, a él, en cambio, un beso baboso y unas palmaditas en los mofletes, dirigiéndose luego a los dos: “Ahora ustedes son los hombres de la casa y tienen que ayudar a su madre, el Ejército nos los va a olvidar”. Si bien él tenía cara de niño, ya tenía doce años y esas palmaditas estaban de más. Aparte no tenía los ojos colorados ni la corbata torcida como su hermano de quince, algún día él también sería militar y quizás se repetiría la misma escena y seguramente no querría que sus hijos lo lloraran sino que lo recordaran con orgullo y altivez.

Todo lo demás fue una larga excusa para no desmentir aquello que se propuso ese día: no sufrir ni llorar como mujer la muerte de su padre. Pero tampoco pudo nunca dar rienda suelta a la alegría. Ni aún durante las vacaciones “terapéuticas” -como decía la tía Agustina- en Miami y Disneylandia, ni con su anhelado ingreso en el equipo de regata de competencia, ni cuando cumplió los dieciocho y sus tíos le regalaron un tour de ensueño por toda Europa (menos la URSS y los países del este, claro) que al final no realizó. Sólo despuntaba un cierto alivio después del cuarto chop de cerveza con chizitos y palitos salados junto a sus amigos y compañeros de colegio en la quinta del gordo Padovani, cuando se quedaban solos por la noche bajo el quincho y entre risotadas se mandaban la parte de épicas hazañas sexuales, para terminar confesándose en grupo a las dos de la madrugada -ya melancólicos y totalmente borrachos- que aún eran vírgenes y que ninguna chica les daba bola, ni siquiera la hija de la sirvienta, que estaba rebuena la guacha.

Ni siquiera Graciela le insufló el bienestar del amor. La conoció en la parroquia antes que lo echaran del grupo de acción juvenil, y se le acercó porque la vio llevando bajo el brazo un librito de Scalabrini Ortiz. Ella muchas veces lo consoló en las profundas y ácidas secuelas del alcohol desmedido, cuando ya no recordaba que la noche anterior se había reído un poco borrando ese eterno rictus de amargura. Era también hija de militar, pero de un suboficial que estaba vivo y que los domingos ayudaba a la mujer a preparar el tuco para la raviolada y luego se iba con el hijo varón a la cancha. Graciela sentía al igual que Ignacio un profundo desprecio por la izquierda en general y por el liberalismo anticlerical, aunque no iba a un prestigioso colegio católico como Ignacio sino a una escuela común y laica del Estado. Él le perdonaba que ella simpatizara un poco con los curas obreros y le gustaran algunas cosas, no todo, de Charly García y de los Rolling Stones. En algunos aspectos se parecía a la petisita de Entre Ríos y le había dado el sí con la expresa condición de que le respetara su ilusión de llegar virgen al altar. Ignacio casi se ofende como con el general, pues para los solteros creyentes la santa castidad no era ninguna virtud sino una obligación, un deber no discutible ni negociable, como para una madre cuidar bien a sus hijos o para un militar llegar a dar la vida por la Patria. Sólo que Ignacio no recordaba que después de un par de buenas cervezas esos principios se le olvidaban pronto. “Por lo menos chupemelá” era lo menos que podía escuchar Graciela, luego aquella risa de loco desaforado, luego el inconsolable y conmovedor llanto de arrepentimiento de los borrachos. Ella entonces, mientras rogaba a Dios que pusiera un poco de orden en esa alma atormentada, se decía a sí misma: “No es él, él no es así, está así por la muerte de su padre”. Hasta tanto llega el amor. Aparte Ignacio era un buen partido para cualquier hija de un simple sargento mayor. Graciela era la que más le insistía para que confiara en alguien que lo escuchara y lo pudiera ayudar, más allá de ella misma, más allá del confesor y de su guía espiritual. Pero superada la borrachera Ignacio no recordaba absolutamente nada.

La cerveza era su talón de Aquiles, su evasión, su libertad. “Por lo menos se le dio por esto y no por la droga”, decía su hermano mayor, ya para entonces cansado de hablar y dar los buenos consejos de un padre sustituto, para lo que no estaba capacitado, y aún preparando su ingreso al Colegio Militar. Borracho, Ignacio lloraba por su padre, le recriminaba sus larguísimas ausencias, la poquísima confianza que le tenía, el distante abrazo que le dio cuando terminó séptimo grado, la bofetada que recibió su madre luego de una violenta discusión. Jamás quiso enterarse que esa discusión la originó una canita al aire que su madre pesquisó, averiguó y amargamente comprobó. Tampoco quiso enterarse nunca de cuáles eran las verdaderas funciones que cumplía su padre como oficial de inteligencia durante los últimos años, ni por qué él, que siempre se había mofado de los militares de escritorio, últimamente su ritmo de vida parecía más el de un ejecutivo de gran empresa que el de un militar profesional de tropa. Sólo borracho Ignacio intuía, puteaba, lloraba y sentía. Pero después olvidaba.

Ser hijo de un militar asesinado tenía sus ventajas y sus desventajas, en el colegio le aprobaron
séptimo grado casi sin cursar ni dar ningún examen, los amigos que tenían padres militares lo miraban con respeto y algunos hasta con una extraña e inconfesable mezcla de envidia y admiración, las chicas se le acercaban, lo llamaban por teléfono y a cada rato le preguntaban “¿Cómo estás?”, los curas les regalaban rosarios y medallitas y les decían que rezaban constantemente por el eterno descanso de ese digno patriota, los propios militares y funcionarios los recibían con reverencias y trato preferencial cuando los hermanos acompañaban a la mamá a hacer los engorrosos trámites legales y jurídicos, y las señoras nunca dejaban de reiterarles incondicional cariño y expresarles que ellas, como argentinas, se sentían muy orgullosas del padre que ellos habían perdido. Sobre todo después de las misas y los primeros aniversarios, cuando su madre y su hermano volvían a llorar y la casa se inundaba de cartas, telegramas y llamados de condolencia de los compañeros de promoción, camaradas y amigos de su padre. Por otro lado tener un hermano mayor que asumiera toda la entera responsabilidad de ser “el hombre de la casa”, que no podía ser más que uno -no como había dicho el general-, le daba a Ignacio la perfecta coartada para permitirse sus excesos, para acumular incontables aplazos y agarrarse a trompadas por cualquier pavada. Solo Graciela logró apaciguar un poco ese ímpetu guerrero y desmenuzar poco a poco su cáscara de alardeada brutalidad viril, abajo no solamente había un chico sin padre, había otro chico con hondísimas y desconocidas necesidades. Ella se dio
cuenta enseguida de la exacta proporción de inmadurez, inocencia y conflictos emocionales irresueltos que convivían en la atribulada alma de Ignacio, de cuanta inseguridad y cuanto miedo expresaban esos ataques de ira exaltada. Se dio cuenta que sus discriminaciones no eran producto de sus odios sino resultado de los amores que le habían prohibido, y eso la ayudó a comprenderlo. Lo ayudaba pacientemente a preparar los exámenes de diciembre y de marzo, y una vez hasta suspendió sus propias vacaciones. Lo amaba profundamente. Pero también tenía sus límites, e Ignacio los conoció el día que le dio la primera y última cachetada, por una pavada: “Yo no soy ni voy a ser una mujer cagada a palos como tu madre, y aparte cornuda consciente por las apariencias, estoy cansada de soportarte en pedo y prepotente y encima me pegás estando sobrio”. Y el mundo de Ignacio, de papel pintado y atado con alambres, se vino abajo.

Justo en esos meses estaba preparando el ingreso al Colegio Militar. Solo la esperanza de vestir el uniforme de los cadetes no doblegó su ánimo. Nunca había sido brillante ni se había esmerado en el estudio, y salvo las maestras de la escuela primaria nadie -creía él- tenía en cuenta que era el hijo de un militar asesinado al corregir los exámenes. Se esforzó tanto como nunca lo había hecho en su vida.
Fue uno de los más aplicados en el instituto preparatorio y no tomó una gota de alcohol durante cinco o seis meses. La memoria de su padre y el hermano mayor, ya en el tercer año, no significaban nada para Ignacio. Así como muchísimas veces aceptó y prefirió el aplazo antes que copiarse entendió que el ingreso se lo tenía que ganar él solo.
Pero no tuvo en cuenta un pequeñísimo, insignificante y desconocido problema cardíaco: un soplo en el corazón del cual no tenía conocimiento y que le cortó de cuajo toda su carrera, toda su esperanza, toda su vida.

Se miró profundo. Los huesos de la mandíbula se le habían pegado a la piel, había bajado nueve
kilos de golpe, en la última semana había vuelto a tomar cerveza y en lo hondo de su desamparo
había aspirado una delgada línea de cocaína con sus relajados amigotes. Graciela lo había escuchado por teléfono durante dos horas y lo había tratado con distancia. Con ella se comportó dignamente:
“No te llamo para darte lástima sino para que me escuchés”, le dijo, y le contó uno a uno todos los pormenores de su expectativa trunca, de su ilusión tronchada, de su brutal fracaso. Del otro lado ella se moría por escuchar un emocionado perdón, por sentirlo llorar de dolor sin una sola gota de alcohol en la sangre, por oírle clamar un “Te necesito” que lo hiciera humano. Como cuando estaba borracho y puteaba contra los comunistas, la partidocracia y el hijo de mil putas del profesor de matemáticas.
Pero no. Ignacio no había llorado por su padre y tampoco lo iba a hacer por ella, por más que se deshiciera en una ciénaga de angustia. Simplemente porque no podía. Y se dijeron adiós para siempre.

Recordó entonces la última vez que vio a su padre, la mañana de su muerte, cuando ya no usaba
esas lociones agrias sino una fresca colonia de aroma dulzón que a Ignacio le recordaba sus años felices en Entre Ríos. Mientras todos tomaban café al hermano mayor lo había acostumbrado al mate Joselina, la señora paraguaya con cama adentro que los había visto nacer y criarse. Hasta ella se permitió hacerle una pequeña broma al señor esa mañana, y la risa franca de su madre desbordó la mesa de alegría y vitalidad. El padre no hojeó “La Nación” como lo hacía siempre -tan entusiasmado estaba- y lo hizo esperar quince minutos al soldado chofer, que lo vino a buscar como todos los días a las ocho y veinte, dando vueltas nomás, como no queriendo irse. A las diez de la mañana recibieron el fatal llamado con la noticia del asesinato. A las once y cuarto la tía Agustina pasó llorando a retirarlo del colegio. Un comunicado de una organización armada clandestina, enviado a una agencia de noticias a las seis de la tarde, cerró el círculo de ese día de tragedias: lo habían ajusticiado, junto al soldadito, en un cruce de la Panamericana.
Pese a los nueve kilos menos el uniforme le sentaba bastante bien, su padre había sido tanto
o más flaco que él. Las insignias y jinetas resaltaban sobre el verde oliva inmaculado, ese uniforme sólo lo había usado un par de veces antes de que fuera a dormir al placard durante años. Salvo la sonrisa canchera y los inmensos bigotes, Ignacio se encontró muy parecido al muchacho de la foto. La casa estaba sola y silenciosa, el día de San Mamerto se esfumaba y las primeras luces de la noche comenzaban a reflejarse en los vidrios de la ventana. “Hay que tener huevos, carajo” reconoció, con justísima rabia, un instante antes de ajustar el ángulo de caída del sable corvo, centrarse la gorra con obsesión de militar, y apoyar la boca del cañón de la 11,25 en la base de la mandíbula, apuntando exactamente entre el tubérculo faríngeo y la espina nasal posterior. Como Tiscornia y el gordo Padovani contaban que lo hacían los honorables oficiales prusianos antes de rendir la espada al enemigo o enfrentar la humillación del consejo de guerra. Decían que no se sufre absolutamente nada de nada.
El frío del metal sobre la piel lo remitió a su infancia y al pasto helado por el rocío del invierno entrerriano, donde el papá lo hacía caminar descalzo cuando tenía cinco o seis años. “¡Para que te hagás un hombre, carajo!”, recordaría con una sola, última, temida, tibia y esperada lágrima que nadie más que él vería nunca más.

Tenía diecinueve años recién cumplidos. Nunca había hecho el amor.



De: Libro de Alabanzas. Ayesha Libros, Buenos Aires, Argentina. Edición digital. Libros en Red http://www.librosenred.com/libros/librodealabanzas.aspx

Alabanza de Ignacio o la rabia de morir

Horacio Sacco

“Hay que tener huevos”, pensó, y se miró de arriba a abajo el uniforme. Le quedaba bastante bien, si no fuera por el detalle de la marca de la percha en el pantalón, de estar tanto tiempo colgado en el placard. No hubiera pasado una minuciosa revista en cualquier unidad militar. Por lo demás era un militar con todas sus letras: pelo bien cortito, mirada dura, barba bien afeitada, movimientos rápidos y seguros. Golpeó con fuerza los tacos, pegó los brazos al cuerpo y se congeló en la posición de firme.
El espejo le devolvía la imagen de su espalda: una inmensa bandera con el sol incaico radiante ocupando todo el ancho de la habitación, arriba del sol un pequeño crucifijo de madera clara, al costado de la puerta el cartel con la insignia de una brigada de paracaidistas de la marina de los Estados Unidos, más allá un estante revestido en formica imitación roble oscuro con unos pocos libros de Menéndez Pelayo, Barrés, Maurras y Jordán Bruno Genta, sobre la mesita de luz una antigua edición del Nuevo Testamento, el osito de peluche de Graciela y el portarretratos de plata con la foto de papá y mamá en el día de su compromiso: mamá con un ajustado vestido rosa viejo hasta las rodillas y el cabello suelto volcado hacia un costado, como se usaba en los sesenta; papá metido dentro del flamante uniforme de subteniente del Ejército Argentino, con la misma mirada azul y dura que había heredado de su abuelo vasco francés y una sonrisa limpia y clara bajo sus inmensos y espesos bigotes. Esa sonrisa que Ignacio nunca había logrado repetir espontáneamente en sus propios labios a pesar de los muchos intentos, a pesar de la dulzura de Graciela y de los chistes pesados del gordo Padovani. A su izquierda la ventana entreabierta dejaba entrar un poco de aire de aquel once de mayo, día de San Mamerto.
“Mamerto como yo”, se había dicho a la mañana, cuando leyó la completísima agenda en-
cuadernada en cuero de Rusia que le había traído la tía Agustina de Roma. Esas cosas que él pensaba y cuando las comentaba todos le decían que tenía que conversarlas con alguien. “A mi me sobra con mi confesor, los psicoanalistas son todos unos zurdos ateos”, contestaba invariablemente; más que un consejo Ignacio sentía esas sugerencias como provocaciones. Zurdos y putas, judíos, liberales, homosexuales, rockeros, travestis y últimamente inmigrantes bolivianos y coreanos -bolitas y ponjas como él decía-integraban el índice de sus seres prohibidos, índice que el paso del tiempo engordaba con gula de fanatismo forzado. Forzado porque una vez había llorado recordando la cara ensangrentada del pibito aquel clamando piedad mientras los cuatro lo pateaban en el piso. Tenían doce años y el pibito no más de diez, pero se había animado a decirle pelotudo justo al gordo Padovani, cuando lo empujó sin querer a la salida del club. Pero no lo hicieron por eso sino por ser judío. Ignacio agradeció toda la vida que el tío del flaco Tiscornia, uno de los cuatro, fuera un conocido juez de instrucción, que el papá del chico agredido aceptara las disculpas colectivas del grupo de padres y una mediana suma de dinero en un sobrecito discretamente dejado, y que no se hiciera ninguna denuncia policial. “Después de todo son cosas de chicos”, lo había consolado su confesor. Pero para Ignacio no eran cosas de chicos, todo era tremendamente importante y trascendente, como a los ocho años cuando Luciano Bianchetti le buchoneó a la maestra que había sido él quien había vaciado el pote de tempera verde en la mochila de otro compañero. Jamás se lo perdonó, a pesar del perdón que le solicitó Luciano entre llantos y de rodillas, a pesar de la íntima amistad de su madre con la mamá de Luciano, a pesar de ser ambos hijos de militares, a pesar de que vivían en el mismo edificio y a pesar de que varias veces las familias veranearon juntas. “La traición se entiende pero no se perdona”, respondía reiteradamente a las súplicas de su madre y al “Dejate de joder” de su hermano mayor, ya entonces tenía dieciséis años y se veían con Luciano en todos los cumpleaños y fiestas de quince de las amigas y relaciones en común. Tampoco olvidó nunca que lo habían echado del grupo juvenil de la parroquia por haberse presentado a una reunión con aliento a cerveza, ni que su hermano preparaba machetes para los parciales de química. Ignacio no entendía de esas cosas: “Siempre hay que dar la cara y bancarse las consecuencias”, repetía. Pero no eran palabras suyas integraban la tabla de valores de su lógica simple, de su monolítica moral y de su ética sin dobleces las había recogido de aquí y de allá, de los clásicos latinos, de los padres de la Iglesia, de la vida de los santos y de algunos pensadores no modernos, porque la sola palabra modernidad le producía escalofríos. Pero sobre todo las había recogido de su padre. De lo poco que habían hablado solos y de lo mucho que lo había escuchado hablando con los otros: “Mejor morirse que vivir de rodillas”; “Cuando todo está perdido queda el honor”; “Las órdenes no se discuten, se obedecen”. Y encabezando la lista la famosa admonición de San Pablo: “A los tibios los vomitaré de mi boca”.

El nunca había sido un tibio, como tampoco su padre, que ni siquiera se desesperó cuando le comunicaron que su madre estaba agonizando y al mismo tiempo lo llamaron a presentarse urgente en el Comando. Primero asistió a una reunión de dos horas y media de mediana importancia, y recién después tomó el avión para Rosario. Llevaba el Ejército pegado a los huesos y el deber reinaba entre su virtudes por sobre todas las demás cosas. Era meticuloso y sufrido, Ignacio no podía recordarlo pero había viajado en el vientre de su madre desde la Patagonia a Formosa, donde nació mientras su padre cumplía funciones todavía subalternas en la más austeras de las condiciones, viviendo en una casita del barrio militar lindante con lo precario, sufriendo un clima insoportable que acentuó el asma de su mujer y con un sueldo de lástima. Después lo trasladaron a Entre Ríos y luego a Buenos Aires, ya para entonces capitán con una brillante foja de servicios. Ignacio todavía se acordaba de los campos ondulados y el cielo transparente de Entre Ríos, de la petisita con aparatos en los dientes, flequillo y trencitas doradas, de las lecturas del padre Castellani y la biografía de Santo Domingo Savio por la que casi decide hacerse seminarista apenas terminara la escuela primaria, de sus intrincadas divagaciones durante aquellas soporíferas e interminables siestas, de los largos meses de ausencia de su padre en Panamá y las innumerables tarjetas de salutación en inglés que les enviaba por correo expreso y que su madre atesoraba. Todavía sentía ese agrio olor a loción americana que emanaba su cara, el uniforme y todo su equipaje cuando lo fueron a recibir al aeropuerto. Recordaba el largo e indigno beso que se dieron con su madre, y se recordaba a sí mismo y a su hermano deslumbrados por el primer jueguito electrónico con muñequitos que hermano deslumbrados por el primer jueguito electrónico
con muñequitos que se movían como locos. Recordaba las largas y entusiastas descripciones de s
padre de los militares norteamericanos, colorados, grandotes y brutos como bestias, de los encuen
tros de camaradería internacional y fervorosa militancia anticomunista, del afeminado portorriqueño que coordinaba las clases de inglés y de los chistes y cargadas que inventaban los argentinos para bolitas, paraguas y latinoamericanos en general. Pero cuando regresó era distinto. Aparecía y desaparecía a cualquier hora, se trasladaba en auto oficial con un soldado de chofer y aún vestido de civil los fines de semana, mientras comían un asado en la quinta de los Bemúdez o jugaba un truco con señas en el campito de Cañuelas jamás dejaba de estar armado. Recordó las lágrimas de dolor de su madre y de su hermano mayor en el solemne acto de homenaje que le brindó el ejército y la seria descompostura de su abuelo aquel día. Ignacio no lloró. Sintió aquello como un paso más de su padre en el camino del deber que se había trazado, como una consecuencia esperada y casi necesaria. Hasta se molestó cuando el viejo general, frente al público y fuera de todo ceremonial, le dio la mano a su lloroso hermano mayor, a él, en cambio, un beso baboso y unas palmaditas en los mofletes, dirigiéndose luego a los dos: “Ahora ustedes son los hombres de la casa y tienen que ayudar a su madre, el Ejército nos los va a olvidar”. Si bien él tenía cara de niño, ya tenía doce años y esas palmaditas estaban de más. Aparte no tenía los ojos colorados ni la corbata torcida como su hermano de quince, algún día él también sería militar y quizás se repetiría la misma escena y seguramente no querría que sus hijos lo lloraran sino que lo recordaran con orgullo y altivez.

Todo lo demás fue una larga excusa para no desmentir aquello que se propuso ese día: no sufrir ni llorar como mujer la muerte de su padre. Pero tampoco pudo nunca dar rienda suelta a la alegría. Ni aún durante las vacaciones “terapéuticas” -como decía la tía Agustina- en Miami y Disneylandia, ni con su anhelado ingreso en el equipo de regata de competencia, ni cuando cumplió los dieciocho y sus tíos le regalaron un tour de ensueño por toda Europa (menos la URSS y los países del este, claro) que al final no realizó. Sólo despuntaba un cierto alivio después del cuarto chop de cerveza con chizitos y palitos salados junto a sus amigos y compañeros de colegio en la quinta del gordo Padovani, cuando se quedaban solos por la noche bajo el quincho y entre risotadas se mandaban la parte de épicas hazañas sexuales, para terminar confesándose en grupo a las dos de la madrugada -ya melancólicos y totalmente borrachos- que aún eran vírgenes y que ninguna chica les daba bola, ni siquiera la hija de la sirvienta, que estaba rebuena la guacha.

Ni siquiera Graciela le insufló el bienestar del amor. La conoció en la parroquia antes que lo echaran del grupo de acción juvenil, y se le acercó porque la vio llevando bajo el brazo un librito de Scalabrini Ortiz. Ella muchas veces lo consoló en las profundas y ácidas secuelas del alcohol desmedido, cuando ya no recordaba que la noche anterior se había reído un poco borrando ese eterno rictus de amargura. Era también hija de militar, pero de un suboficial que estaba vivo y que los domingos ayudaba a la mujer a preparar el tuco para la raviolada y luego se iba con el hijo varón a la cancha. Graciela sentía al igual que Ignacio un profundo desprecio por la izquierda en general y por el liberalismo anticlerical, aunque no iba a un prestigioso colegio católico como Ignacio sino a una escuela común y laica del Estado. Él le perdonaba que ella simpatizara un poco con los curas obreros y le gustaran algunas cosas, no todo, de Charly García y de los Rolling Stones. En algunos aspectos se parecía a la petisita de Entre Ríos y le había dado el sí con la expresa condición de que le respetara su ilusión de llegar virgen al altar. Ignacio casi se ofende como con el general, pues para los solteros creyentes la santa castidad
no era ninguna virtud sino una obligación, un deber no discutible ni negociable, como para una madre cuidar bien a sus hijos o para un militar llegar a dar la vida por la Patria. Sólo que Ignacio no recordaba que después de un par de buenas cervezas esos principios se le olvidaban pronto. “Por lo menos chupemelá” era lo menos que podía escuchar Graciela, luego aquella risa de loco desaforado, luego el inconsolable y conmovedor llanto de arrepentimiento de los borrachos. Ella entonces, mientras rogaba a Dios que pusiera un poco de orden en esa alma atormentada, se decía a sí misma: “No es él, él no es así, está así por la muerte de su padre”. Hasta tanto llega el amor. Aparte Ignacio era un buen partido para cualquier hija de un simple sargento mayor. Graciela era la que más le insistía para que confiara en alguien que lo escuchara y lo pudiera ayudar, más allá de ella misma, más allá del confesor y de su guía espiritual. Pero superada la borrachera Ignacio no recordaba absolutamente nada.

La cerveza era su talón de Aquiles, su evasión, su libertad. “Por lo menos se le dio por esto y no por la droga”, decía su hermano mayor, ya para entonces cansado de hablar y dar los buenos consejos de un padre sustituto, para lo que no estaba capacitado, y aún preparando su ingreso al Colegio Militar. Borracho, Ignacio lloraba por su padre, le recriminaba sus larguísimas ausencias, la poquísima confianza que le tenía, el distante abrazo que le dio cuando terminó séptimo grado, la bofetada que recibió su madre luego de una violenta discusión. Jamás quiso enterarse que esa discusión la originó una canita al aire que su madre pesquisó, averiguó y amargamente comprobó. Tampoco quiso enterarse nunca de cuáles eran las verdaderas funciones que cumplía su padre como oficial de inteligencia durante los últimos años, ni por qué él, que siempre se había mofado de los militares de escritorio, últimamente su ritmo de vida parecía más el de un ejecutivo de gran empresa que el de un militar profesional de tropa. Sólo borracho Ignacio intuía, puteaba, lloraba y sentía. Pero después olvidaba.

Ser hijo de un militar asesinado tenía sus ventajas y sus desventajas, en el colegio le aprobaron
séptimo grado casi sin cursar ni dar ningún examen, los amigos que tenían padres militares lo miraban con respeto y algunos hasta con una extraña e inconfesable mezcla de envidia y admiración, las chicas se le acercaban, lo llamaban por teléfono y a cada rato le preguntaban “¿Cómo estás?”, los curas les regalaban rosarios y medallitas y les decían que rezaban constantemente por el eterno descanso de ese digno patriota, los propios militares y funcionarios los recibían con reverencias y trato preferencial cuando los hermanos acompañaban a la mamá a hacer los engorrosos trámites legales y jurídicos, y las señoras nunca dejaban de reiterarles incondicional cariño y expresarles que ellas, como argentinas, se sentían muy orgullosas del padre que ellos habían perdido. Sobre todo después de las misas y los primeros aniversarios, cuando su madre y su hermano volvían a llorar y la casa se inundaba de cartas, telegramas y llamados de condolencia de los compañeros de promoción, camaradas y amigos de su padre. Por otro lado tener un hermano mayor que asumiera toda la entera responsabilidad de ser “el hombre de la casa”, que no podía ser más que uno -no como había dicho el general-, le daba a Ignacio la perfecta coartada para permitirse sus excesos, para acumular incontables aplazos y agarrarse a trompadas por cualquier pavada. Solo Graciela logró apaciguar un poco ese ímpetu guerrero y desmenuzar poco a poco su cáscara de alardeada brutalidad viril, abajo no solamente había un chico sin padre, había otro chico con hondísimas y desconocidas necesidades. Ella se dio
cuenta enseguida de la exacta proporción de inmadurez, inocencia y conflictos emocionales irresueltos que convivían en la atribulada alma de Ignacio, de cuanta inseguridad y cuanto miedo expresaban esos ataques de ira exaltada. Se dio cuenta que sus discriminaciones no eran producto de sus odios sino resultado de los amores que le habían prohibido, y eso la ayudó a comprenderlo. Lo ayudaba pacientemente a preparar los exámenes de diciembre y de marzo, y una vez hasta suspendió sus propias vacaciones. Lo amaba profundamente. Pero también tenía sus límites, e Ignacio los conoció el día que le dio la primera y última cachetada, por una pavada: “Yo no soy ni voy a ser una mujer cagada a palos como tu madre, y aparte cornuda consciente por las apariencias, estoy cansada de soportarte en pedo y prepotente y encima me pegás estando sobrio”. Y el mundo de Ignacio, de papel pintado y atado con alambres, se vino abajo.

Justo en esos meses estaba preparando el ingreso al Colegio Militar. Solo la esperanza de vestir el uniforme de los cadetes no doblegó su ánimo. Nunca había sido brillante ni se había esmerado en el estudio, y salvo las maestras de la escuela primaria nadie -creía él- tenía en cuenta que era el hijo de un militar asesinado al corregir los exámenes. Se esforzó tanto como nunca lo había hecho en su vida.
Fue uno de los más aplicados en el instituto preparatorio y no tomó una gota de alcohol durante cinco o seis meses. La memoria de su padre y el hermano mayor, ya en el tercer año, no significaban nada para Ignacio. Así como muchísimas veces aceptó y prefirió el aplazo antes que copiarse entendió que el ingreso se lo tenía que ganar él solo.
Pero no tuvo en cuenta un pequeñísimo, insignificante y desconocido problema cardíaco: un soplo
en el corazón del cual no tenía conocimiento y que le cortó de cuajo toda su carrera, toda su esperanza, toda su vida.

Se miró profundo. Los huesos de la mandíbula se le habían pegado a la piel, había bajado nueve
kilos de golpe, en la última semana había vuelto a tomar cerveza y en lo hondo de su desamparo
había aspirado una delgada línea de cocaína con sus relajados amigotes. Graciela lo había escuchado por teléfono durante dos horas y lo había tratado con distancia. Con ella se comportó dignamente:
“No te llamo para darte lástima sino para que me escuchés”, le dijo, y le contó uno a uno todos los pormenores de su expectativa trunca, de su ilusión tronchada, de su brutal fracaso. Del otro lado ella se moría por escuchar un emocionado perdón, por sentirlo llorar de dolor sin una sola gota de alcohol en la sangre, por oírle clamar un “Te necesito” que lo hiciera humano. Como cuando estaba borracho y puteaba contra los comunistas, la partidocracia y el hijo de mil putas del profesor de matemáticas.
Pero no. Ignacio no había llorado por su padre y tampoco lo iba a hacer por ella, por más que se deshiciera en una ciénaga de angustia. Simplemente porque no podía. Y se dijeron adiós para siempre.

Recordó entonces la última vez que vio a su padre, la mañana de su muerte, cuando ya no usaba
esas lociones agrias sino una fresca colonia de aroma dulzón que a Ignacio le recordaba sus años felices en Entre Ríos. Mientras todos tomaban café al hermano mayor lo había acostumbrado al mate
Joselina, la señora paraguaya con cama adentro que los había visto nacer y criarse. Hasta ella se
permitió hacerle una pequeña broma al señor esa mañana, y la risa franca de su madre desbordó la
mesa de alegría y vitalidad. El padre no hojeó “La Nación” como lo hacía siempre -tan entusiasmado estaba- y lo hizo esperar quince minutos al soldado chofer, que lo vino a buscar como todos los días a las ocho y veinte, dando vueltas nomás, como no queriendo irse. A las diez de la mañana recibieron el fatal llamado con la noticia del asesinato. A las once y cuarto la tía Agustina pasó llorando a retirarlo del colegio. Un comunicado de una organización armada clandestina, enviado a una agencia de noticias a las seis de la tarde, cerró el círculo de ese día de tragedias: lo habían ajusticiado, junto al soldadito, en un cruce de la Panamericana.
Pese a los nueve kilos menos el uniforme le sentaba bastante bien, su padre había sido tanto
o más flaco que él. Las insignias y jinetas resaltaban sobre el verde oliva inmaculado, ese uniforme sólo lo había usado un par de veces antes de que fuera a dormir al placard durante años. Salvo la sonrisa canchera y los inmensos bigotes, Ignacio se encontró muy parecido al muchacho de la foto. La casa estaba sola y silenciosa, el día de San Mamerto se esfumaba y las primeras luces de la noche comenzaban a reflejarse en los vidrios de la ventana. “Hay que tener huevos, carajo” reconoció, con justísima rabia, un instante antes de ajustar el ángulo de caída del sable corvo, centrarse la gorra con obsesión de militar, y apoyar la boca del cañón de la 11,25 en la base de la mandíbula, apuntando exactamente entre el tubérculo faríngeo y la espina nasal posterior. Como Tiscornia y el gordo Padovani contaban que lo hacían los honorables oficiales prusianos antes de rendir la espada al enemigo o enfrentar la humillación del consejo de guerra. Decían que no se sufre absolutamente nada de nada.
El frío del metal sobre la piel lo remitió a su infancia y al pasto helado por el rocío del invierno entrerriano, donde el papá lo hacía caminar descalzo cuando tenía cinco o seis años. “¡Para que te hagás un hombre, carajo!”, recordaría con una sola, última, temida, tibia y esperada lágrima que nadie más que él vería nunca más.

Tenía diecinueve años recién cumplidos. Nunca había hecho el amor.


De: Libro de Alabanzas. Ayesha Libros, Buenos Aires, Argentina. Edición digital. Libros en Red http://www.librosenred.com/libros/librodealabanzas.aspx