@DIN - CULTURA: noviembre 2006

lunes, noviembre 20, 2006

Reinauguran la librería Dimensión

Un encuentro cultural de los 60: en el centro, de corbata finita, Francisco René Santucho.

@DIN, 20 de noviembre de 2006 (Santiago del Estero) - Con la presencia de notables intelectuales santiagueños, como Luis María Álvarez (escritor), Antonio Kinen (filósofo de origen alemán), Olga Correa (pintora), Alberto Tasso (sociólogo), Hugo y Pablo Argañarás (pintor y cineasta, respectivamente), quedó inaugurado este sábado el nuevo local de Librería Dimensión.
El encuentro se efectuó en el principal salón de la librería, ubicado en esquina de calles Salta y La Plata, en Santiago del Estero, desde las 21:00.
Francisco Santucho (h), actual propietario de la Librería.

El acontecimiento adquiere importante relieve cultural debido a que la institución fue creada, a principios de los años 50, por Francisco René Santucho, fundador del FRIP (Frente Revolucionario Indoamericano y Popular), uno de los movimientos políticos más trascendentes de Latinoamérica.
En una amplia casa, de construcción y arquitectura antiguas pero remozada a nueva, se abre con dignidad adecuada este tradicional espacio cultural argentino. El local posee dependencias y un patio que -según anunció la familia propietaria- se aplicará a reuniones artísticas y culturales.
En el acto de apertura hablaron Gilda Roldán -esposa del fundador- Francisco Santucho (h), Julio Carreras (h) y Carlos Virgilio Zurita.
Parte del público participante.

Gilda Roldán efectuó una breve introducción, además del anuncio del traspaso de su responsabilidad para llevar adelante la nueva etapa de la librería Dimensión a su hijo, Francisquito (31).
El destacado intelectual Carlos V. Zurita reseñó algunas de las actividades de Francisco René Santucho, que trajeron a estas tierras a creadores de la talla de Witold Gombrowicz, Miguel Ángel Asturias, Germán Arciniegas, Ezequiel Martínez Estrada y otros semejantes en las décadas de los 50 y 60.
Finalmente se sirvió un lunch y se efectuó un emotivo brindis que compartieron los numerosos asistentes.

Palabras en la reapertura de Librería Dimensión
Texto leído por el escritor Julio Carreras (h)

Estimados amigos:
Se me ha distinguido permitiéndome compartir con ustedes algunos de mis intensos recuerdos relacionados con la Librería Dimensión y sus fundadores, Francisco René Santucho y Gilda Roldán. Ello en parte, quizá, porque nací unos siete años antes que esta casa y más o menos desde esa edad comencé a nutrir mi mente con sus libros, de un modo más o menos regular.
Mis primeros recuerdos transcurren en un ámbito que se me presenta lánguido, una salita de estar primorosa, en un entrepiso del arbolado y fragante boulevard Absalón Rojas. Sobre el parpadeante fulgor del atardecer trascendiendo unas cortinas de gasa se me aparece delicadísima una figura de mujer impecablemente vestida de primavera, cuyo nombre recuerdo como “Sayonara”. Ella me ofrecía observar una colección de libritos con reproducciones desplegables que había traído de Italia. Niño enamorado de las imágenes, se imaginará mi arrobo al contemplar entre mis manos aquellos maravillosos cuadros, impresos con extraordinaria nitidez, de algunos pintores que veneraba, como Salvador Dalí, Toulouse de Lautrec, Vincent Van Gogh, Maurice Utrillo, Klimt: desplegados ante mí como en un calidoscopio. Sayonara advirtió mi fascinación y aún cuando bajaba los peldaños de aquella casa del procurador Santucho como quien desanda la escalera al cielo, no estaba seguro de haber escuchado con claridad lo que me dijera: “llevalas, te las regalo”.
Por aquellos días de 1959, 60, con nueve, diez años, trajinaba los anaqueles de Dimensión acariciando los libros de arte bajo la mirada compresiva y atenta de esta esencial Gilda, a mi entender el alma de la librería. Francisco le había confiado el manejo completo de la empresa; no lo recuerdo prácticamente allí, nuestros encuentros fueron casi siempre en otro lado.
El primero, impreso con tonos ocres en mi memoria, es el de un asado en nuestra casa, cuyo invitado central era el actor chileno Lautaro Murúa. Había venido a filmar Shunko y mi padre -que no tenía el hábito de los asados- había organizado uno, supongo, como una excusa para juntar a muchos de los mejores intelectuales que tenía Santiago. Recuerdo vagamente al poeta Alberto Alba, a un señor Alamino y Gaona El Hipnotizador, quien lo había hecho ponerse de cuatro pies y ladrar como un perrito, ambos amigos de mi papá; al por entonces muy joven “Loco” Soli, a Clementina Rosa Quenel... y a Santucho. Francisco René Santucho. Su rostro inexpresivo, pero a la vez permeado por innumerables matices con los que denotaba sentimientos profundos o pensamientos sutiles, más que con las palabras, se me fijó en las retinas con trazos más fuertes que los de un daguerrotipo. Para mí, niño que había sido criado en el culto de las ideas y el arte, aquellos que compartían el asado con mi papá eran próceres. He ido constatando después, poco a poco, que en verdad lo eran.
Mi segundo encuentro con Francisco René Santucho -el definitivo encuentro- sucedería varios años más tarde. Estábamos ya inmersos en la dramática y feliz vorágine de los 70, una época luminosa y ardiente.
Fue en una confitería de Córdoba. Se llamaba “La Salchicha Loca”. Una tarde nublada de invierno en 1973. Yo debía ir a las 3 de la tarde con un ejemplar del diario La Opinión bajo el brazo. Me habían dicho que “un compañero” quería verme, conversar conmigo. Por el tono respetuoso que usaron los otros compañeros para referirse al asunto comprendí que se trataba de alguien importante.
La primera vez falló. Estando junto a la ventana que daba a la avenida Maipú de La Salchicha Loca se me acercó alguien de unos 35 años -calculé- con ropa de obrero, aunque impecable, y llevaba también un ejemplar de La Opinión bajo el brazo.
-Vos sos el santiagueño...-me dijo.
-Ahá -, contesté.
-Antonio no va a poder venir.
-¿Ah sí?- contesté para ganar tiempo y reflexionar si era conveniente confesar que no tenía la menor idea de quién era “Antonio”.
-El tenía mucho interés en conversar con vos, siguió el otro con voz pausada, pero le salió una reunión importante... -ahí se interrumpió para calibrar si era prudente o no darme algún otro detalle... de pronto se dio cuenta por mi cara de que estaba perplejo.
-¿Sabés quién es Antonio, o no?
-No, le dije.
-Ah, bueno, no importa, el sabe quién sos vos. Ya se te va a avisar la próxima vez que lo puedas ver- finalizó Matico (después sabría que lo llamaban así), con la eficiente sequedad cordial que se usaba entre los militantes del PRT.
Lo encontré sólo cuatro o cinco veces a partir de ahí. Cada una de ellas pudimos conversar varias horas, pues aprovechaba al desocuparse de las reuniones para las que iba a Córdoba, para buscarme, hasta tomar el colectivo de las 11 de la noche que lo llevaría de regreso a Tucumán.
¿Por qué compartió conmigo algunas cuestiones delicadas? ¿Por qué me dijo, por ejemplo, que él era el responsable de las publicaciones culturales del PRT, Partido Revolucionario de los Trabajadores? ¿Por qué me dijo que vivía en Tucumán? ¿Por qué me dijo alguna vez que viajaba a Córdoba para integrarse a reuniones del Comité Central? Con sólo esa información, eventualmente obtenida de mí por medio de las torturas podrían haber hecho estragos entre las filas de nuestra organización revolucionaria. Tal vez vería en mí a una imagen de su hijo, entonces muy pequeñito, a quien sólo muy de tanto en tanto y a escondidas podía visitar.
Precisamente a uno de nuestros encuentros, en la casa de Gilda, lo grabé con su niñito durmiendo en la cuna, nosotros dialogando sobre el desarrollo de un libro, con la mesa repleta de papeles y las cortinas plegadizas de las ventanas completamente bajadas para evitar que nos vieran, pese a que estábamos en la planta alta.
En una de aquellas oportunidades, recuerdo haberle contado la principal preocupación que por entonces me angustiaba: si era correcto o no seguir con las operaciones guerrilleras en tiempo de democracia. La muerte de Rucci y los copamientos del Comando Sanidad y el batallón de Azul me habían desagradado profundamente y no hallaba en las filas de un partido combatiente nadie interesado en tal enfoque de la situación.
Era un hombre que escuchaba paciente, por más largos que fuesen los razonamientos de su interlocutor. Expuse entonces mi convicción de que era una oportunidad única la que se nos había abierto con el regreso de Perón y las amplias posibilidades de trabajo político que brindaba la democracia. Le dije creer que no la estábamos aprovechando, a pesar de que el partido había crecido tres veces desde mayo de 1973 hasta enero del 74, el momento en que conversábamos, y esto era sólo una muestra -según yo creía- de que debíamos darle mayor importancia al trabajo político legal que a la acción militar.
Después que hube apoyado con largos razonamientos mis sensaciones -no me atrevía a llamarlas “análisis político”-, esperé anhelante que me diera su parecer, preparado para recibir una reprimenda por mis “desviaciones burguesas”.
Guardó unos segundos de silencio antes de decir, con su personal parquedad:
-Pienso exactamente lo mismo que vos.
Nada más.
Esto me sorprendió: me había preparado con argumentos adicionales para tratar de revertir un posible aluvión de línea partidaria, que por entonces estaba enfilada de un modo unánime, como un barco en piloto automático, hacia el incremento de la acción armada.
Entonces me tocó guardar silencio, antes de preguntar:
-Si es así... ¿por qué no lo planteas en la dirección? Vos sos un hombre importante, prácticamente el fundador...
Bajó la cabeza con abatimiento y dijo:
-Ya lo he hecho. No me dan pelota. Están obsesionados con la lucha armada.
Esta fue la última conversación trascendente que tuvimos con Francisco. Después lo vi sólo de lejos, en un Congreso nacional, creo, apenas nos saludamos con la mano desde una distancia, entre miles de jóvenes que fueran de todo el país a participar de este encuentro en Rosario.
Más tarde, ya en la cárcel, unos compañeros me dijeron que había llegado desde Tucumán alguien que había tenido alta responsabilidad política en el PRT. Esperé con ansia poder verlo, y cuando me lo señalaron en el patio, fui en el acto a conversar con él, para preguntarle, luego de una breve presentación, si sabía algo de Francisco René Santucho. Fue él quien me dijo de su desaparición, en 1975, y también que le habían dicho haberlo visto en el Campo de Concentración “La Escuelita”, de Famaillá, donde también tuvieron a Mario Giribaldi. Nunca más se supo algo de él.
Creo que Francisco era uno de esos hombres capaces de una gran abstracción intelectual, que le permitía acceder a una perspectiva correcta de la realidad política y social de Latinoamérica. Ello le permitió, a mi entender, construir las bases de lo que sigue siendo el movimiento político más adecuado a las circunstancias actuales de la Argentina y Latinoamérica: el FRIP (Frente Revolucionario Indoamericano y Popular).
Desde aquella conversación en la placita del Hospital de Niños, en Córdoba, pasaron muchos años -precisamente 32-, pero los conceptos políticos que Francisco defendía, no han perdido en absoluto vigencia. Estos son nacionalismo cultural, soberanía económica, socialismo no necesariamente marxista y libertad de construir nuestro propio destino como integrantes del universo etnoespiritual latinoamericano.
Dimensión fue su obra madura: me refiero tanto a la revista como a la Librería. En la revista, que editaba personalmente, canalizaba sus ideas y las de quienes como él no se resignaron nunca al papel de sirvientes o empleados de los enemigos de nuestra patria.
En la librería, que prácticamente dejó desde sus inicios bajo la sabia conducción de la Gilda, se fueron generando, una tras otras, las vertientes más fértiles de la intelectualidad santiagueña, hasta el día de hoy.
Saludo pues a esta gloriosa empresa, tantas veces asesinada por la crueldad del poder o la desidia aldeana, sólo para volver a resucitar, como hoy, con más experiencia y renovadas propuestas de superación. Dimensión es, ya, un monumento vivo que nunca se podrá volver a ocultar. Y Francisco René Santucho, su fundador, tendrá que ser reconocido, cuando haya suficiente conciencia social para ello, como uno de los principales próceres de nuestra identidad nacional.